sábado, 22 de noviembre de 2008

Entre sueros y manzanas

La supervisora le aclaró muy bien que no había que informar la presión a los pacientes. Hay que evitar sustos, tensiones.
Esa tarde el contexto era un poco complicado; toda la familia estaba alrededor, hablaban, se miraban unos a otros, conversaban por celular, se ponían cada vez más nerviosos. La habitación se había convertido en una sala de espera.
La señora internada estaba en un pos-operatorio. Hacía algunas horas había llegado de cirugía. Era la hora de visita, Lidia entró a tomarle la presión. En cuanto agarró el tensiómetro todos se callaron, estaban atentos. Inmediatamente reclamaron que les diga cuánto tenía. Ella intentó cambiar de tema, les dijo que estaba bien, pero ellos querían saber el número. Ante el apremio y la demanda cedió. Era normal que la presión esté un poco baja luego de una operación.
Al rato la supervisora le llamó la atención sobre el asunto. Había sido más grave de lo que parecía. En cuanto salió de la habitación el hijo de la señora había llamado totalmente alterado al cirujano que la había operado. El estaba a punto de ingresar a otra operación y tuvo que dedicarse unos minutos a tranquilizarlo y explicarle lo normal del proceso.
Ella comprendió mejor lo importante de dar tranquilidad y eludir todo lo que implique información precisa en un momento de tensión y nerviosismo.

Para Lidia la enfermería es un trabajo y una vocación. Cuando no hay vocación, hay descrédito, desgano.
Hay mucha gente que tiene la profesión porque la fue heredando de la familia, tal vez no lo sienten. Se vuelve un trabajo más. A ella no le molesta que alguien lo haga por herencia o por no saber qué hacer, pero le causa cierto fastidio cuando en el compromiso diario se deja ver la falta de motivación.

Un poco de historia

Lidia es hija de ucranianos, Artemio y Helena, que llegaron al país en la década del treinta.
Vivían en Mendoza, en un pueblo llamado Bowen. Tenían una chacra, grande como toda una manzana. Su casa era muy sencilla; cuadrada, con cuatro habitaciones: dos dormitorios, una cocina grande y un comedor. Allí había un aljibe, que lo llenaba un camión cisterna cada quince días. Las paredes eran de material pero los techos eran de vigas de madera redonda, tirantes con forma de troncos y complementados con cañas.
Ahí vivía Lidia con sus padres y tres hermanas. María Elena y Marta, que eran mellizas, y Susana. Sus otros tres hermanos, Olga, Alejandro y Angela, vivían en Buenos Aires. Eran jóvenes, preferían vivir en la ciudad, donde había buenas posibilidades de trabajo y observaban un mundo más excéntrico e interesante que la vida en el campo.
Por las tardes se subían a un árbol de mora blanca, se trepaban hasta lo más alto y se hamacaban de un lado a otro. Además de ahí se observaba todo el sembradío, la casa, otras chacras y el cementerio. Ese era otro de sus paseos favoritos. Estaba en una calle lateral más o menos a un kilómetro. Iban siempre de día, pasaban por la tumba de su abuelo y después empezaban a leer los nombres de los conocidos, paseaban un rato y se acercaban hasta un pozo cuadrado que tenía una tapa de cemento pesada. Con gran esfuerzo lograban destaparla y veían calaveras, huesos de brazos, piernas. La noche sí era el momento para asustarse acordándose de todo el paseo. Se cubrían la cabeza con la frazada e intentaban dormirse a la luz de la vela, como si este suave albor pudiera librarlas de las pesadillas que podían provocarles todo lo que habían visto.
Se metían en el maizal a escondidas de sus padres y jugaban a que era un laberinto. Las cañas de no más de un metro y medio de alto se transformaban en paredes impenetrables.
También era un depósito de muñecas. Cortaban los choclos que aún estaban tiernos y les peinaban esa especie de cabello que sale de una de las puntas. Había rubias, morochas. Les hacían trenzas, rodetes, recogido.
El 1º de noviembre era uno de sus días favoritos. El “día de los muertos”; iba todo el pueblo al cementerio y se encontraban con amigos y conocidos. Pero lo más importante era otra cosa: desde la puertas del cementerio comenzaban a oírse unas campanas alegres y un grito dulce y afinado a oídos de cualquier niño: ¡Helado! Ese era el momento para disfrutar el postre más rico del año, por ser el primero de la temporada y porque era todo un lujo.
La escuela quedaba a unas veinte cuadras, siempre atravesaban alguna chacra para cortar camino. Se llamaba “Pedro Pascual Segura nº 505”. Iban a la tarde, de una a cinco. Tenía una galería grande, de piso rojo, que conectaba a todas las puertas de las aulas. Mientras estaban en la clase pasaba la portera con el lampazo y se sentía el olor a kerosén y aserrín. La Directora daba miedo. La señora Elsa Aseglio Descaramelio. Siempre tenía una expresión seria, como si en cualquier momento estuviera a punto de levantar la voz para retar a alguien.
A la noche se juntaba toda la familia y mientras Helena preparaba la cena en la cocina a leña, Artemio leía. Aunque tenía una variada colección, prefería los libros de historia; sobre todo los de Ucrania, de la época de la persecución, de Stalin.
No tenían luz en las otras habitaciones. Había solo un farol grande y el resto eran unas pequeñas lámparas con una vela que irradiaban una luz muy tenue. Mientras Artemio intentaba concentrarse, ellas comenzaban a reírse por cualquier cosa, él las retaba. Se callaban un rato, y por el simple hecho de que debían hacer silencio, alguna se tentaba y empezaban otra vez.
Una tarde de agosto el padre invitó a Lidia a acompañarlo a buscar el caballo que estaba pastando. Era un día gris, estaban todos los árboles pelados y había mucho viento. Artemio le dijo que se suba al caballo y él lo llevaba a su lado. A mitad de camino se levantó una fuerte brisa que hizo flamear la pollera de Lidia. El caballo se asustó y comenzó a correr. El padre no lo pudo sujetar y ella se desplomó, el caballo pasó por encima de su pierna y le produjo una fractura en el fémur.
Artemio la llevó en brazos hasta la casa, la subió al zulqui y fueron al hospital del pueblo. La atendieron unos médicos que eran practicantes, aún no recibidos. Le hicieron como un entablillado en la parte de abajo de la pierna. Era una especie de canastito de alambre. Su madre desesperada les decía: “¡No, pero está acá el fémur, arriba, adelante!” Era una campesina que apenas sabía leer y escribir y tenía más claro que ellos donde había que intervenir. “Señora, somos médicos, sabemos lo que hacemos”. Al otro día se dieron cuenta del error y la vendaron en el lugar correcto. Tenía la pierna levantada en una ruedita con unas bolsas de arena que permitían que se mantenga estirada. Luego de un mes, los médicos le dicen a su madre: “Bueno, ya está curada, el hueso se soldó” Ella empezó a caminar y lo hacía mal. “Pero quedó mal mi hija”.Señora esto con el ejercicio se le va a ir” El hueso se había soldado superpuesto y la pierna quedaba diez centímetros más corta.
Debido a este incidente viajaron a Buenos Aires para que Lidia sea atendida por un traumatólogo que les habían recomendado. Vendieron la chacra y compraron una casa en Lanús, en zona sur, y después de tres años regresaron a Bowen.

Algunos trabajos, todavía sin guardapolvo

A los catorce años Lidia viajó definitivamente a Buenos Aires; había hecho anteriormente otros viajes, pero eran sólo visitas. Sus hermanos lograron convencerla de que había buenas posibilidades laborales y podía comenzar una nueva etapa.
Su primer trabajo fue como ama de casa con una familia judía en el barrio de Once. Su familia estaba tranquila porque vivía con ellos y los fines de semana iba a lo de Olga o Ángela. Además de aprender a cocinar, limpiar el baño, armar las camas y usar el teléfono, fue sorprendida por algo más: la televisión. Con una ingenuidad similar a la de un niño, creía que los programas eran sucesos reales. Disfrutaba todas las tardes mirar una novela llamada “Estrellita”. Se amargaba al ver los infortunios de la protagonista: “No puede ser que le hayan hecho esto; si ella es inocente, cómo dicen que robó esa cajita. La tienen que ayudar”. Se creía todo. De la misma manera, se desesperaba cuando veía películas o series de acción.
Allí estuvo trabajando un año. Luego una amiga le ofreció un trabajo con otra familia, en Recoleta, también era con “cama adentro”. Eran argentinos. Tenían un amplio personal: mucama, niñera, cocinera; Lidia y su amiga se encargaban principalmente de cuidar a un bebé de un año y hacer algunas tareas de limpieza. Siempre recibió un trato muy bueno. De hecho sentía que ella era especial para esta familia, como una hija más. En los tres años que estuvo con ellos, pudo viajar en verano a Punta del Este y Mar del Plata, además de algunas salidas a quintas o estancias los fines de semana.
En una oportunidad, el hijo de quince años salió a cazar con un grupo de amigos, no estaban supervisados y accidentalmente se disparó en la rodilla. Fue operado y estuvo un tiempo largo internado. Lidia iba casi todas las noches a cuidarlo en reemplazo de su madre. Velar en la clínica no era algo que la impresionara sino que le atraía. Le agradaba el ambiente, las habitaciones iluminadas, las sábanas blancas, los pasillos largos, el silencio, las enfermeras de blanco, siempre atentas y sonrientes.
Trabajó con esta familia desde los quince hasta los dieciocho años. En ese lapso ella estudiaba inglés particular con un profesor de la zona, y continuó un año más cuando llegaron sus padres y el resto de sus hermanas. Tenía bastante conocimiento, no tenía un inglés fluido pero sí una buena base. Incluso capacitó a chicos que se llevaban la materia en el secundario.
Luego de un tiempo de pasar por una mercería, un taller de costura y una fábrica de camisas, un amigo de la iglesia la conectó para trabajar en una empresa que se dedicaba a artículos de campo, ella hacía tareas administrativas. Le pagaron un curso para escribir a máquina en un Instituto llamado Ilvem, que tenía varias academias en Capital Federal.
Una tarde observaba el diario y vio un aviso para empleada administrativa en el Hospital Británico. Llegó la hora del almuerzo y fue a presentarse para el puesto.
Se dirigió a la oficina de personal, le hicieron una entrevista, le preguntaron si tenía conocimientos de inglés, si sabía escribir a máquina, y luego de una prueba muy breve le dieron la aceptación inmediata.
Trabajaba de ocho a cinco de la tarde, con una hora libre al mediodía.
Lidia y una compañera eran secretarias de la Gerencia. Desde su oficina no tenía posibilidades de cruzarse con los pacientes, pero había una tarea que le permitía tener algún contacto. Realizaban una encuesta a los internados por accidentes en la vía pública. Esto se pasaba a una planilla con los datos de la persona y el director médico lo presentaba en la comisaría. Su compañera odiaba esta tarea así que Lidia tomaba su lugar y aprovechaba para conversar con los pacientes. En una oportunidad vio a un joven de unos diecisiete años que estaba en terapia porque había tomado pastillas para suicidarse. Ella un poco a escondidas de los médicos le hablaba y lo animaba a reponerse y seguir adelante.

Guardapolvo gris

Unos años más tarde se casó. Su esposo no quería que ella trabaje así que abandonó el Hospital Británico y comenzó su etapa como esposa, madre y ama de casa.
Lo hacía con gusto pero los problemas económicos hacían que se lamente todo el tiempo.
Un día, mientras preparaba la cena, sonó el teléfono. Era su amiga Mary, a quien tuvo como vecina por varios años, en una de las tantas casas por las que pasaron. Era una persona alegre, de esas que siempre cuentan algo divertido y contagian su entusiasmo.
Le contó que se había recibido de enfermera. Fue un año intensivo de estudio y se recibió con buenas notas. Que estaba trabajando y la llamaba mucha gente; tomaba la presión, daba inyecciones.
Al cortar quedó shockeada. Esta mujer se había recibido de enfermera con cincuenta y dos años. Pasaban los días y no podía sacarse la imagen de Mary de su cabeza, ni tampoco las del Hospital. El anhelo por la enfermería revivió.
Enfrentó a su marido y se lo planteó. Pensó que no iba a querer, que seguiría con eso de que debía quedarse en la casa para encargarse de sus hijos. Pero no, le pareció bien.
Averiguó en diferentes lugares y se decidió por estudiar en la Cruz Roja de Adrogué. Al principio cursaba sólo lunes, martes y viernes. Luego se agregaron las prácticas en el hospital y quedaron todos los días ocupados, incluso sábados. Una sobrina le propuso cuidar a su hijo, así que con esa plata ella cubría los gastos de la cuota y del viático. Iba algunas horas a la mañana, volvía a su casa para preparar el almuerzo y a las tres ingresaba a la Cruz Roja hasta las siete.
Fue un año extenuante. Evaluaban de cero a cuatro, y ella se recibió con un promedio de 3.80. Eso que por tantos años fue una utopía, ahora tomaba forma, era algo real.

Una tarde fue a anotar a uno de sus hijos al colegio para el año siguiente. Estaba parada, haciendo la fila en un corredor largo. A los costados se veían las aulas vacías y al final del pasillo había un escritorio con tres profesoras que tomaban los datos.
Sin demasiada concentración ojeaba todos los carteles que estaban en las paredes, hasta llegar a uno en el que se detuvo. Dejó de oír por un instante los cuchicheos de algunas mujeres que estaban más adelante y sintió como si una persona la mirara a los ojos y le hablara imperativamente. “Señor adulto, que no terminó la escuela secundaria, ahora tiene la oportunidad. Inscripción para 1º año, 1 y 2 de diciembre”.
La frustración que sentía por no haber hecho el secundario podía y debía terminar. Era el mejor momento; disfrutaba leer, estudiar, su mente estaba agilizada. Nuevamente debía enfrentarse a su marido. Ahora sí aparecieron los reproches. Pero ella estaba tan decidida que no le importaba no tener su apoyo. No se trataba de un capricho. Quería progresar, tener una carrera, un titulo, poder trabajar y tener un mejor ingreso.
Hacía de siete a diez de la noche.
El último año una profesora de Psicología la felicitó por una monografía que había hecho y la alentó a seguir estudiando.

Guardapolvo blanco

Cuando se recibió en la Cruz Roja prefirió no empezar a trabajar inmediatamente, para poder hacer el colegio con más comodidad y no descuidar la familia. Comenzó con algunos trabajos como enfermera recién en el último año del secundario. Una amiga necesitaba a alguien para cuidar a su mamá y a su tío, que eran mayores. Vivían en dos casas, una al lado de la otra, que estaban comunicadas por dentro.
Trabajaba cuatro horas, a la mañana. Para no aburrirse, además de tomarle la presión y ver que tomen los medicamentos, ayudaba a ordenar la casa.
Al tío de esta amiga le habían amputado una pierna. Cada tanto venía un médico a verlo y Lidia aprendía a vendarlo. Tenía amputada la pierna izquierda, unos cinco centímetros más abajo de la rodilla. Le habían mandado a hacer una prótesis, era una pierna ortopédica con un zapato de metal. Debía vendarlo afinándole la punta, haciendo como un enrejado más flojo en la parte superior y tenso en la parte inferior, para que quede en forma de cono y calce bien la prótesis.
La madre tenía erisipela, es una bacteria que ataca los miembros inferiores cuando hay alguna lastimadura. Genera unas manchas rojas, quema la piel, es muy dolorosa. Esta señora había probado con varios medicamentos, con baños, con diversos antisépticos y pomadas. Para la bacteria le aplicaba unas inyecciones, pero el problema estaba en que la piel no cicatrizaba. Una tarde Lidia hablaba por teléfono con su sobrino de Chaco que es farmacéutico y le comentó la situación. Le recomendó una pomada que se llama Irupsol. Comenzó a pasársela dos veces al día, con una venda floja. En menos de un mes la piel se regeneró.
Cuando llegaron las vacaciones dejó de trabajar, ellos estaban mejor y su amiga tenía tiempo para cuidarlos.

A fines de 2003 se anotó en la Universidad de Lanús para hacer la Licenciatura en Enfermería. Hizo el curso de admisión que se dictó en Febrero y Marzo. Eran tres veces a la semana. Tuvo dos exámenes finales. Se sacó un ocho y un diez en la específica de enfermería.
Se veía años antes metida en su casa, pensando que ahí terminaba todo; ahora ya estaba en la facultad. Le hubiera gustado que no haya nadie para ponerse a saltar ahí adentro. Para correr entre los pasillos, para salir afuera y revolcarse en el pasto.
Hizo todo el primer año.
En el verano una sobrina le ofreció trabajar en un sanatorio en Brandsen, en reemplazo de las enfermeras que salían de vacaciones. De cuidar a dos ancianos o hacer algunos trabajos a domicilio pasaba ahora a cuidar a ocho, diez, catorce pacientes a la vez. Muchas veces quedaba sola, con un médico de guardia que estaba por cualquier urgencia.
Ahí aprendió el significado de “pasar la guardia”. Ella lo escuchaba nombrar mucho entre las enfermeras. Creía que era una especie de “pasar la posta”. Esperar a la compañera que la reemplazaba. Hola, llegaste. Chau, me voy. Eso nada más. Un día la sobrina le dice: “Tía, me dijo la supervisora que no le pasaste la guardia a la enfermera”. Ahí aprendió el significado.
Por ejemplo: paciente de la habitación 204, es un pos-operatorio de vesícula, está con suero, medicado, está sin dolor, dijo el médico que a las ocho de la noche se le puede sacar el suero si es que pudo tomar agua y toleró el líquido. Es decir, dar toda la información de cada paciente. En algunos no tiene que ser tan preciso. Está operado, o no, está en observación, o tiene medicación vía oral. Pero otros tienen que ser bien específicos. Estar atenta porque en un rato van a llamar de rayos para bajar al paciente de la habitación cinco para hacerle una ecografía. O, va a llamar el médico que operó al paciente de la diez para preguntar cómo está. Tomar los signos vitales y preparar un informe para pasarle los datos detallados.
Son cosas que hay que informar para que la enfermera siguiente pueda manejarse sin problemas durante su jornada.
Estuvo en este Sanatorio dos meses y medio. Durante el verano.

No todo son sábanas blancas y pisos brillosos

Comenzó el segundo año de la facultad. Se anotó en varias materias: anatomía, fundamentos de enfermería, psicología, química.
En el segundo cuatrimestre una compañera le comentó que estaban tomando enfermeras en la clínica donde ella trabajaba. Un Policlínico en Lomas de Zamora. En ese momento ella hacía algunos trabajos aislados y voluntariado en un hospital cerca de la casa. Ese mismo día fue a la entrevista. Le tomaron una prueba rápida; aclaro que era sólo auxiliar. Evidentemente vieron su entusiasmo porque le pidieron que empiece al día siguiente. O, tal vez, y esta razón es un poco más creíble, ellos estaban más desesperados que ella por que empiece a trabajar.
La clínica no pasaba por un buen momento; muchas enfermeras se habían ido por la falta de pago, aún las que tenían catorce o quince años de antigüedad.
Todavía no sabe bien porque sigue ahí. Por momentos todos reclaman: los pacientes, los familiares, las supervisoras, el personal de otras áreas, los médicos. Las manos no alcanzan, el tiempo no alcanza, la disposición no alcanza y, lo principal, la plata no alcanza. Les están debiendo tres meses de sueldo más el aguinaldo de Junio. La falta de motivación es cada vez mayor y en este punto la vocación empieza a perderse entre reclamos, desánimos y desventuras.
El sueldo de los enfermeros en general es bajo en relación a sus responsabilidades y al ritmo de trabajo. Es cercano a los mil quinientos pesos, aunque puede haber un plus por antigüedad, por horas nocturnas o por área cerrada, como los que trabajan en terapia intensiva, quirófano, neonatología.
Hay recambio constante de enfermeros y médicos. Muchos de los que ingresan están quince días, un mes y se van cuando se dan cuenta que no les van a pagar. Sobre todo los jóvenes, recién recibidos, saben que tienen mejores posibilidades en otros lugares. Algunos lo hacen como un voluntariado para ganar experiencia. Pero no más de dos o tres meses.
El Sanatorio es un edificio antiguo, tiene unos sesenta o setenta años. Es de tres pisos. Los últimos meses hubo varios arreglos en la plata baja. En la parte de rayos y ecografías, en los consultorios externos, los pasillos; está pintado a nuevo, hay mejores butacas. Todo lo que está a la vista está restaurado.
Pero hay cañerías rotas, eso hace que por ejemplo en el office de las mucamas haya goteras. Otro problema serio según le contó el personal de mantenimiento es la caldera, que provee el agua caliente y la calefacción. Está en pésimas condiciones, se hacen arreglos parciales, pero es como poner parches a una prenda que ya no sirve. En cualquier momento puede dejar de funcionar y el reemplazo es una inversión muy grande. De los tres ascensores también es normal que se rompa alguno cada tanto.

Lidia trabaja de dos a diez de la noche. Es la encargada del segundo piso.
Lo primero que hace cuando llega es fijarse que la enfermera anterior le haya pasado la guardia. Mira si hay alguna novedad o si se especificó un cuidado especial para algún paciente. Después hace la lista de toda la medicación que necesita para su turno. Verifica cada historia clínica, prestando atención a si el médico dejó algo aclarado; la suspensión, cambio o cese de algún medicamento. Puede haber modificaciones de un día para el otro o incluso de un turno a otro.
Va a la farmacia interna y se provee de todos los medicamentos.
También tiene que prestar atención a las dietas. Algunos es ayuno total porque tienen que hacerse un estudio, otros tienen un régimen especial para diabéticos, o sin sal para los hipertensos, otros muy delgados es una dieta hiper-proteica. Prepara una lista y se la entrega a las mucamas. Ellas lo informan a cocina. Están conectados por medio de un ascensor pequeño que recorre todos los pisos. Las mucamas tienen en su office un timbre que les avisa cuando está listo cada plato y se encargan de repartirlo a los pacientes. También hacen la limpieza de los baños y las habitaciones y el recambio de sábanas y toallas.
Otra área es laboratorio. Lidia los llama por ejemplo cuando ingresa un paciente y hay un pedido urgente de análisis. Sino tienen su recorrido por las habitaciones a las siete y once de la mañana y a las cinco de la tarde. Los médicos “pinchan” las órdenes y ellos retiran lo que les corresponde.
También están los camilleros, que se encargan de trasladar a los pacientes cuando tienen que hacerse alguna placa o estudio, cuando salen de cirugía, o cuando les dan el alta y todavía no pueden caminar bien; los acompañan a la salida en la silla de ruedas hasta que se suben a la ambulancia o a su vehículo particular.
Además hay anestesistas, instrumentadores, pero con ellos no tiene mucha relación porque trabajan específicamente en cirugía, que es un área cerrada.
También está el personal de mantenimiento. Cuando se quema una luz por ejemplo, Lidia tiene un teléfono para llamarlos directamente. En caso de que estén reparando algo en otro lugar de la clínica, llama por conmutador al personal administrativo que se encarga de avisar y pasar el pedido de arreglo.
En cuanto a los médicos, hay dos de guardia que están las veinticuatro horas y médicos de piso, que son clínicos y recorren todas las habitaciones para ver la evolución de los pacientes. Después están los cirujanos que visitan a los suyos.
Algo en lo que la clínica hace mucho foco es en el trato con los pacientes. Hay una jefa de relaciones públicas a quien le llegan las quejas. Si algún paciente se sintió maltratado o que no lo atendieron enseguida, recurren a ella por medio de un libro de quejas.
En sus cuatro años despidieron a unas quince o veinte enfermeras por este tema.
En cierta manera se vuelve algo cíclico ya que por la falta de personal toman a muchos enfermeros sin experiencia o aún no recibidos. El médico se entera si no medicaron a su paciente o si en la noche tal vez ni siquiera entraron para ver cómo se encontraba. En realidad, al margen de la práctica, es una cuestión de conciencia.
Antes de suministrar algún medicamento, más allá de observar la historia clínica y consultar con los médicos, es esencial consultar al paciente si es alérgico a algo.
En una oportunidad Lidia estaba por aplicar un anti-inflamatorio a una paciente; agarró el Diclofenac, apoyó la aguja sobre el suero y se le ocurrió preguntar: “¿Usted es alérgica a algo?”. “Sí, al Diclofenac”. Lo sacó inmediatamente, ella no se dio cuenta. No lo había dicho y nadie antes se lo había preguntado. Lidia llamó al médico de guardia para informarle y consultarle por algún otro analgésico. Enseguida fue y anotó grande en la carpeta: ALERGICA AL DICLOFENAC.
En general tiene a su cargo entre diez y quince pacientes. Trata de atenderlos lo más rápido posible y con la mayor amabilidad y cordialidad. Cualquiera se puede volver una necesidad urgente. Tal vez se sienten mal, tienen que ir al baño, se les terminó el suero, se les salió una vía. Aunque a veces el timbre se vuelve molesto, y el paciente también.
Una vez una señora llamó a Lidia desesperada porque le pareció que el suero no goteaba. Tuvo que dejar a otra que le estaba por dar una inyección y cuando llegó el suero estaba goteando. Había venido de cirugía con la vía puesta en el pliegue y al doblar el brazo había cesado por un momento.
Y algunos no paran constantemente de hacer preguntas u objeciones: ¿Cuándo viene la comida? ¡Tengo que ir al baño! ¿Cómo estoy de presión? Me siento un poco débil. ¿A qué hora viene el médico? ¡Esto no tiene gusto a nada! ¿Cuánto voy a estar así? ¿Ya me puedo mover? ¿Me va a doler? Obviamente les cree y busca satisfacerlos, pero son pocos los que comprenden que ellos no son los únicos pacientes que Lidia tiene que atender.
A veces es difícil conjugar la buena disposición con la necesidad de la persona.
Hay un pensamiento que recorre el sentido común y es que las enfermeras son un poco brutas. Hay de todo tipo. Están las mandonas, las tímidas, las excesivamente alegres. No obstante el trabajo en sí va generando que las enfermeras vayan adquiriendo cierta fuerza. En lo físico, por ejemplo, cuando tienen que dar vuelta a los pacientes, higienizarlos, levantarlos de la cama. Y también en su carácter, porque deben tener firmeza y seguridad. Por ejemplo para ordenar algo a un paciente, que no se quiere mover o levantar. Y sobre todo con los familiares, que a veces son insistentes, se quieren meter, mirar. Muchas tareas hay que hacerlas en privado y la presencia de los familiares generan inhibición, nerviosismo, entorpece el trabajo.
Más allá de los reclamos y los momentos de tensión y desgano, Lidia reconoce que el ambiente es agradable, sobre todo por el compañerismo entre las enfermeras, es común que se consulten cosas o que se ayuden por ejemplo cuando tienen que mover a un paciente.
Una amiga que trabaja de enfermera en otra clínica le comentó que en su caso el ritmo es intenso todo el tiempo, principalmente porque las supervisoras están siempre vigilando, observando que no se sienten, que no descansen ni un instante.
Lidia está sola en el piso, más allá de la presencia pasajera de los médicos o las mucamas. Eso le permite lograr un ritmo y una organización del trabajo en términos controlables y acorde a la necesidad de cada paciente. Además suele entablarse una buena relación con ellos. Los médicos solo van un rato, lo evalúan y dejan las indicaciones a la enfermera. A ella le preguntan cómo están los signos vitales, si durmió bien, si tiene dolor. Ella es quien está ocho horas o más. El paciente que está internado comienza a abrirse y contar cosas; Lidia toma un poco el lugar de psicóloga, trata de animar, de alentar y sobre todo de escuchar.
Una parte esencial de la enfermería es la contención. Cuando el paciente se interna está desorientado, triste, muchas veces desesperado; está fuera de su ámbito.
Una caricia, una palabra suave o una sonrisa, cambian rotundamente el estado anímico de la persona. Les genera confianza, nuevas expectativas. Lidia cree que esto tiene que ser natural, no se puede forzar, y para que salga de uno no queda otra que ponerse en su lugar, o pensar que el que está en la camilla puede ser una madre, un hermano, un esposo, un abuelo, un hijo.
En los sachés de suero que usan para pasar los medicamentos dice: “Si pude ayudar a una persona a tener esperanza, no habré vivido en vano”.
“Yo pienso que lo que uno siembra después cosecha. Si uno trata bien a los pacientes, es conciente, considerada, atenta a la necesidad del otro, eso algún día va a volver, porque Dios recompensa las buenas acciones, y cuando uno hace bien al otro, está sembrando para sí mismo. Esa frase que dice: haz con el otro como quieras que hagan contigo, es real. En enfermería hay mucho de eso”.